miércoles, 16 de diciembre de 2009

Encontrar la verdad para realizar el bien-Fernando savater

Encontrar la verdad para realizar el bien

Hace tiempo que el español Fernando Savater viene batallando para acercar la filosofía a los adolescentes y jóvenes, tarea que prosigue en su último libro, Historia de la filosofía sin temor ni temblor, editado por Espasa Calpe, como se ve en el texto seleccionado sobre Platón, y su vocación –como buen filósofo– de ayudar a que sus contemporáneos encuentren la verdad y puedan realizar el bien, que es el deber de todo ciudadano que se precie.

Por Fernando Savater*
En realidad, su nombre era Aristoclés, pero todo el mundo le conocía por “Platón” porque era muy corpulento y ancho de espaldas. Se trataba de un joven de buena familia que conoció a Sócrates cuando tenía dieciocho o diecinueve años y quedó fascinado por él. Procuraba seguirle adonde fuese y no se perdía ni uno de sus improvisados debates con los ciudadanos atenienses.
Platón no sólo fue un oyente embobado de Sócrates, sino también una persona sumamente inteligente y por tanto deseosa de pensar por su propia cuenta, como precisamente Sócrates hubiera querido.

A partir de Platón, los grandes pensadores se han convertido en maestros, en profesores, y el primero de estos maestros fue el propio Platón, que fundó en Atenas una especie de “colegio de filosofía” al que todos llamaron Academia porque estaba situado en unos jardines públicos dedicados a un antiguo héroe, Akademos.
A Platón, desde luego, le interesaba encontrar la verdad. Pero… ¿Qué es la verdad? Y la pregunta más difícil: ¿cómo reconocerla cuando la tengamos delante? Constantemente oímos afirmaciones tajantes sobre todos los asuntos divinos y humanos: “El jamón es muy rico”, “Los chinos son misteriosos”, “París es la capital de Francia”, “¡Cuidado con los tiburones!”, “Las mujeres conducen peor que los hombres”, “Todos los humanos somos mortales”, etcétera. Unas sostienen esto y otras lo contrario, de modo que alguien debe equivocarse. Sin duda, algunas son verdaderas, pero otras serán simples prejuicios o supersticiones. ¿Cómo podemos distinguirlas? Platón dice que la mayoría no son más que opiniones, es decir que sencillamente se limitan a repetir lo que la gente suele creer o que convierten en dogma lo que no es más que una circunstancia casual: por ejemplo, como yo no he visto más que cisnes blancos decido sin vacilar que todos los cisnes son necesariamente blancos. Y me equivoco, porque en Australia –donde nunca he estado– resulta que hay cisnes negros.

El auténtico conocimiento debe ir más allá de la opinión, es decir, tiene que tener un fundamento sólido que lo haga verdadero: no sólo verdadero para mí o para mis amigos, sino para todas las personas capaces de pensar y de utilizar bien su razón. Es eso lo que, según Platón, busca la filosofía: la ciencia de lo verdadero, que va más allá del barullo contradictorio de las opiniones. Pero ¿cómo puedo estar seguro de nada, si todo cambia a cada momento? Tengo una rosa en la mano: llena de color, fresca, olorosa… y dentro de un par de horas marchita y deshojada; ahora veo una jarra de agua, transparente y con la que puedo mojarme la cara: si desciende la temperatura, se convertirá en sólido hielo, pero si hace demasiado calor se evaporará hacia las nubes; en cualquier caso dejará de ser como antes fue; vamos por la calle y me señalas un enorme dogo diciendo: “Mira, un perro”, lo mismo que me acabas de decir cuando nos hemos cruzado con un minúsculo chihuahua y con un lanudo collie escocés… ¿en qué quedamos?, ¿todos son perros… a pesar de sus diferencias?, ¿y siguen siendo igual de perros cuando corren y cuando se tumban a dormir, cuando mueven la cola y cuando están muertos?, etcétera.

Según Platón, en este mundo material en que vivimos todas las cosas se transforman constantemente según la luz que las ilumina: la temperatura, los accidentes, los caprichos de las formas diversas y el tiempo que todo lo degrada finalmente.
Si sólo nos fijamos en lo que podemos ver, oler, oír y tocar, nunca podremos estar seguros de nada porque todo pasa, cambia, se mezcla y desaparece. Sin embargo, es posible llegar a conocimientos exactos y precisos: por ejemplo, en matemática y geometría. El centro de una circunferencia está siempre a igual distancia de todos los puntos de la misma, aunque esté dibujada en la pizarra, en la arena y tanto si es invierno como verano; dos y dos suman cuatro tanto si se trata de dos peras como de dos tigres, etcétera. Los números y las figuras geométricas no se desgastan con el tiempo ni se alteran por culpa de los elementos atmosféricos: sirven para comprender el mundo, pero no forman parte material del mundo. Platón concedía tanta importancia a esto que a la puerta de su Academia tenía escrita esta advertencia: “Que nadie entre aquí sin saber geometría”. (¡Me temo que yo hubiera debido quedarme fuera!)

Y de modo semejante pensaba que más allá de las cosas materiales que conocemos por medio de los sentidos hay unas ideas que son la verdad inmutable y eterna de cada una de ellas: la idea de la Rosa nunca se marchita, la idea del Agua ni se congela ni se evapora y la idea del Perro vale para cualquier tipo y forma de perro. Hay una idea que expresa la realidad duradera de las cosas entre las que vivimos, las que vemos cambiar y perecer sin cesar. Quienes intentan conocer a partir de la materia y de lo que nos dicen los sentidos no logran más que repetir meras opiniones, sin un fundamento seguro y se contradicen unos a otros. Sólo los que son capaces de percibir las ideas eternas e inmutables –es decir los filósofos– son para Platón capaces de una verdadera ciencia, es decir de un conocimiento seguro tan riguroso e inatacable como las mismísimas matemáticas.

Para que se entendieran mejor sus enseñanzas, que no son nada fáciles, Platón recurría frecuentemente en sus diálogos a mitos. Sin duda, el mito más famoso de los narrados por Platón es el llamado “mito de la caverna” y tiene que ver con su teoría de las ideas. Podemos resumirlo así: imaginemos una oscura caverna en cuyo fondo, allá donde no alcanza la luz del sol, están encadenados cara a la pared un puñado de prisioneros. No pueden ni siquiera volver la cabeza, sólo mirar al liso muro rocoso que tienen frente a ellos. Tras los prisioneros hay encendidas unas cuantas hogueras y varias personas van y vienen transportando cargas diversas: armas, jarrones, estatuas, ramas de árbol y hasta animales vivos. Las sombras de esos transeúntes se dibujan en la roca del fondo, al modo de sombras chinescas (¿habéis visto cómo la sombra de una mano en la pared puede parecer un perro que abre y cierra la boca o un pájaro?), y los pobres prisioneros, que nunca han salido de la caverna ni visto otro paisaje, están convencidos de que son seres reales, no meros reflejos. Pero he aquí que un prisionero logra romper sus cadenas, escapa de la caverna y sale a la luz del exterior: allí está la auténtica realidad, los pájaros y los leones, el mar, los árboles… el mismísimo sol que brilla en el cielo. Regresa al interior para comunicar la verdad a sus compañeros, que siguen encadenados, pero nadie le hace caso y todos se burlan de él, creyendo que la libertad le ha enloquecido. Para quien vive atado a las sombras, sólo las sombras son reales…

Según Platón, la tarea del filósofo es intentar que los hombres rompan las cadenas que les atan a la realidad material del mundo y sean capaces de ver las ideas eternas, de las que las cosas transitorias que nos rodean son meros reflejos perecederos. No es un oficio fácil el de filósofo, porque la gente común tiene más aprecio por sus cadenas sensoriales que por la verdad, e incluso puede rebelarse contra quien quiere abrirle los ojos: ¡recordemos lo que le ocurrió a Sócrates!
Pero no creáis que Platón vivía sólo entre nubes ideales, todo lo contrario: a diferencia de Sócrates, estaba profundamente preocupado por la política y deseaba cambios profundos en la vida de la ciudad. Creía que la filosofía debería servir sobre todo para encontrar el bien –la idea principal de todas, el sol del firmamento de las ideas– a través del conocimiento de la verdad. Y el bien debe realizarse efectivamente en la sociedad que los hombres comparten: ¿dónde si no? Desde luego, no tenía mucha simpatía por la democracia, al menos por el modelo democrático ateniense. Sin duda, todos los seres humanos (incluidas las mujeres; en ese punto Platón era menos misógino que otros griegos) son iguales en lo básico, su humanidad misma, pero difieren en cualidades y aptitudes. Por ejemplo, no todos somos igualmente capaces de pelear en una batalla o de tomar decisiones acertadas de gobierno, como establecían las normas democráticas vigentes.
Según Platón, la sociedad se parece bastante a un ser humano: cada uno de nosotros tiene en su alma o espíritu capacidad de razonar, así como impulsos pasionales de coraje y valentía, junto a otros de cálculo propios para el comercio y la producción de bienes. En cada persona están desarrolladas unas capacidades más que otras.
De modo que la sociedad más justa –es decir, más cercana a lograr el bien común– será aquella en que dirijan los que tengan mayor capacidad racional, se ocupen de la defensa y del mantenimiento del orden los más valientes y lleven los negocios los que tengan mejores apetitos comerciales: o sea, los filósofos, los guardianes y los artesanos y comerciantes.
En la república ideal de Platón todo debería estar supeditado al bien de la comunidad, incluso la literatura y la música. Como otras “utopías”, es decir descripciones de un orden supuestamente perfecto que no existe en ninguna parte ni es probable que llegue a existir jamás, la de Platón resulta algo agobiante: más adelante tendremos ocasión de volver sobre este asunto.
En cualquier caso, Platón se tomó muy en serio que los filósofos deberían influir en el buen gobierno. Uno de sus discípulos en la Academia era Dionisio, hijo del tirano del mismo nombre que reinaba en Siracusa y su heredero.
Cuando el viejo Dionisio murió, su hijo invitó a Platón a su reino recién estrenado para que fuese su consejero. Aunque en aquellos tiempos la travesía por mar entre Grecia y Sicilia (que es donde está Siracusa) era cualquier cosa menos un viaje de placer, Platón se embarcó animosamente, convencido de que había llegado la oportunidad de poner en práctica sus teorías políticas. Pero al poco tiempo de empezar a desempeñar sus funciones comprendió que Dionisio tenía poco de filósofo –a pesar de haber sido su discípulo– y en cambio mucho de tirano: no le gustaba que nadie le llevara la contraria ni le aconsejara nada que no coincidiera con sus caprichos. El pobre Platón tuvo que volverse apresuradamente a casa, antes de que Dionisio hiciera con él algo aún peor que darle a beber cicuta.
*Filósofo, ensayista y escritor español.

Ensayo en Diario Perfil del 13 de diciembre de 2009.-

http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0426/articulo.php?art=18769&ed=0426

lunes, 7 de diciembre de 2009

Comic prevención del dengue


HOla!!
Este es un comic de Diego García Leiva sobre prevención del dengue,lo pueden consultar en la página de inicio del Ministerio de Salud de la Nación.



Un saludo.
Prof. Alicia Beatriz Tedesco